!Quédate con nosotros! Qué emoción, qué alegría!, te quedas con nosotros cada día que participamos en la eucaristía, en la que tú te nos entregas en la Palabra y en pan que el sacerdote parte, y así arde nuestro corazón con el deseo de estar siempre a tu lado, de escucharte explicándonos las escrituras.
Si no te tuviéramos cerca andaríamos perdidos, tristes, desesperanzados pero cuando escuchamos tu Palabra y la hacemos vida, se nos llena de alegría el corazón porque te encontramos en cada hermano que nos necesita.
Sige hablándonos, Jesús, no te partes de nosotros!
Oh, Señor, cuánto me parezco yo a Tomás en muchas ocasiones, cuánto dudo de tu presencia en medio de los sufriemientos, las enfermedades, las incomprensiones, las injusticias…!
Mis ojos piden la misma prueba que exigió Tomás y todo porque mi corazón no escucha tus palabras, porque mis ojos se quedan sólo en lo que me rodea y no miran al interior, no te buscan.
En este domingo de la misericordia, Señor, te pido por todos los que tenemos ojos y no vemos; danos un corazón humilde para creer lo que de ti nos cuentan, para aceptar la corrección, para verte a ti en el testimonio de amor que nos dan los hermanos.
¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra temió sobrecogida, porque Dios se durmió en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.
Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja perdida. Quiere absolutamente visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de su prisión y de sus dolores a Adán y a Eva.
El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: «Mi Señor esté con todos». Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: «Y con tu espíritu». Y tomándolo por la mano le añade: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: «salid»; y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos»; y a los que dormís: «levantaos».
A ti te mando: despierta tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.
Por ti yo, tu Dios, me he hecho tu hijo; por ti yo, tu Señor, he revestido tu condición servil; por ti yo, que estoy sobre los cielos, he venido a la tierra y he bajado al abismo; por ti me he hecho hombre, semejante a un inválido que tiene su cama entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto, he sido entregado a los judíos en el huerto, y en el huerto he sido crucificado.
Contempla los salivazos de mi cara, que he soportado para devolverte tu primer aliento de vida; contempla los golpes de mis mejillas, que he soportado para reformar, de acuerdo con mi imagen, tu imagen deformada; contempla los azotes en mis espaldas, que he aceptado para aliviarte del peso de los pecados, que habían sido cargados sobre tu espalda; contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al madero, pues los he aceptado por ti, que maliciosamente extendiste una mano al árbol prohibido.
Dormí en la cruz, y la lanza atravesó mi costado, por ti, que en el paraíso dormiste, y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso.
Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida, que no era sino imagen del verdadero árbol; yo soy el verdadero árbol, yo, que soy la vida y que estoy unido a ti. Coloqué un querubín que fielmente te vigilara; ahora te concedo que el querubín, reconociendo tu dignidad, te sirva.
El trono de los querubines está preparado, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos, se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad.
El Jueves Santo por la tarde, con la Santa Misa en la Cena del Señor, comienza el triduo pascual, culmen de todo el año litúrgico , también el culmen de nuestra vida cristiana. Jesús ofreció al Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y el vino y, dando alimento a los apóstoles, les mandó perpetuar la ofrenda de su memoria. Jesús, como siervo, lava los pies de sus discípulos. Con este gesto profético, Él expresa el sentido de su vida y de su pasión, como servicio a Dios y a los hermanos: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir». Esto ha sucedido también en nuestro bautismo, cuando la gracia de Dios nos lavó del pecado y nos revestimos de Cristo. Esto sucede cada vez que hacemos memorial del Señor en la Eucaristía: hacemos comunión con Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento, el de amarnos como Él nos ha amado. Si nos acercamos a la santa Comunión sin estar dispuestos sinceramente a lavarnos los pies unos a los otros, no reconocemos el Cuerpo del Señor.
Un año más vivimos esta gran semana del cristianismo, el recordatorio de la entrega de Jesús en la cruz para que nuestros pecados fueran perdonados y alcanzáramos la vida que un día Adán nos arrebató.
Un año más en el que a nuestro alrededor se oye la noticia de un atentado terrorista allí, de una bomba allá, de dos grandes potencias que pueden provocar una guerra nuclear; un año más en que muchas personas sufren hambre, abandono, desolación, discriminación; un año más en que miramos nuestras vidas inmersas en esa vorágine del mundo rápido de hoy.
Y, entonces, ¿qué me dice a mí el que Jesús «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz»?
Mi respuesta a esta pregunta deberá ser la de Isaías: «El Señor Dios me abrió el oído; y yo no me resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba. No escondí el rostro ante ultrajes y salivasos. El Señor Dios me ayuda , por eso no sentía los ultrajes; por eso ofrecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaré defraudado».