En la recompensa seremos, pues, todos iguales: los últimos como los primeros y los primeros como los últimos, porque el denario es la vida eterna y en la vida eterna todos serán iguales. Aunque unos brillarán más, otros menos, según la diversidad de los méritos, por lo que respecta a la vida eterna será igual para todos. No será para uno más largo y para otro más corto lo que en ambos casos será sempiterno; lo que no tiene fin, no lo tendrá ni para ti ni para mí. De un modo estará allí la castidad conyugal y de modo distinto la integridad virginal; de un modo el fruto del bien obrar y de otro la corona del martirio. Un estado de vida de un modo, otro estado de otro; sin embargo, por lo que respecta a la vida eterna, ninguno vivirá más que el otro. Viven igualmente sin fin, aunque cada uno viva en su propia gloria. Y el denario es la vida eterna. No murmure, pues, el que lo recibió después de mucho tiempo contra el otro que lo recibió tras poco. A uno se le da como recompensa, a otro se le regala; pero a uno y a otro se otorga lo mismo.
7. Existe también en esta vida algo semejante. Dejemos de lado la solución de esta parábola, según la cual a las seis de la mañana fueron llamados Abel y los justos de su época; a las nueve, Abrahán y los justos de su época; a mediodía, Moisés y Aarón y los justos de su época; a las tres de la tarde, los profetas y los justos contemporáneos suyos, y a las cinco de la tarde, como al final del mundo, todos los cristianos. Dejando de lado esta explicación de la parábola, también en nuestra propia vida puede advertirse una semejanza que la explica. Se toman como llamados a las seis de la mañana quienes empiezan a ser cristianos nada más salir del seno de su madre como a las seis de la mañana, los muchachos; como a mediodía, los jóvenes; como a las tres de la tarde, los que se encaminan a la vejez, y como a las cinco de la tarde, los ya totalmente decrépitos. Todos, sin embargo, han de recibir el único denario de la vida eterna.