DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

La lectura breve de Laudes del domingo XXX es la muy conocida de Ezequiel 11,19: «Les daré otro corazón e infundiré en ellos un espíritu nuevo: les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis preceptos y cumplan mis leyes y las pongan en práctica.»

Y si continuamos meditando y unimos a ella el evangelio de hoy sabremos ya cuáles son las principales «leyes de Dios»: el amor a Él mismo y a nuestro prójimo. Son amores inseparables, dependiente uno del otro.

Pero, ¿cómo podemos experimentar ese tal amor si tenemos un corazón de piedra? Y de que lo tenemos no hay duda, basta mirar a nuestro alrededor, leer los titulares de los periódicos de casi todo el mundo: odio, el odio predomina, muchas veces disfrazado, escondido tras palabras bonitas, tras victimismos hipócritas. Entonces ¿qué podemos hacer?

Pedir, sin desfallecer, pedir por nosotros mismos y por toda la humanidad, que el Señor de la misericordia nos arranque el corazón de piedra y nos dé su propio corazón, el de Jesús, que lo comparta con nosotros para que podamos amar como Él nos amó.

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

Orígenes, homilia 21 in Matthaeum

 «Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios.» En esto aprendemos por el ejemplo del Salvador que no debemos atender a lo que dicen muchos so pretexto de religiosidad y que, por lo tanto, tiene algo de vanagloria, sino a lo que es conveniente, según dicta la razón. También podemos entender este pasaje en sentido moral, porque debemos dar al cuerpo algunas cosas -lo necesario- como tributo al César. Pero todo lo que está conforme con la naturaleza de las almas, esto es, lo que afecta a la virtud, debemos ofrecerlo al Señor. Los que enseñan que según la ley de Dios no debemos cuidarnos del cuerpo son fariseos, que prohíben pagar el tributo al César, como los que prohíben casarse y mandan abstenerse de comer a los que Dios ha creado. Y los que dicen que debemos conceder al cuerpo más de lo que debemos, son herodianos. Nuestro Salvador quiere que no sufra menoscabo la virtud, cuando prestamos nuestro servicio al cuerpo; ni que sea oprimida la naturaleza material, cuando nos dedicamos con exceso a la práctica de la virtud. El príncipe de este mundo, es decir, el diablo, representa al César; no podemos por lo tanto dar a Dios lo que es de Dios hasta que hayamos pagado al príncipe lo que es suyo, esto es, hasta que hayamos dejado toda su malicia. Aprendamos también aquí esto mismo que no debemos callar en absoluto en contra de los que nos tientan, ni responder sencillamente, sino con circunspección, así quitaremos la ocasión de que se quejen contra nosotros, y enseñaremos qué es lo que deben hacer para no ser dignos de reprensión los que quieren salvarse.

SOLEMNIDAD DE SANTA TERESA DE JESÚS, FUNDADORA Y DOCTORA DE LA IGLESIA

SANTA TERESA DE JESÚS Y LA REFORMA DEL CARMELO. ESTÍMULO Y RESPUESTA

 

Una fuerza interior Resultado de imagen de santa teresa de jesusle empujaba a cumplir un destino superior, una misión…

 En el aniversario de la muerte de santa Teresa, el día 15 de octubre, ofrezco una reflexión sobre la acción más sorprendente que acometió en una época nada propicia para la creatividad de las mujeres. Me refiero a la reforma de la orden del Carmen fundando 16 conventos de monjas y promoviendo la de los frailes. Como telón de fondo, utilizo una idea del documentado trabajo de Arnold J. Toynbee, Estudio de la Historia, en el que explica la “génesis de las civilizaciones” por varias fuerzas que la impulsan; entre ellas, propone “la incitación”, a la que un genio o todo un pueblo dan una “respuesta”. Quiere decir que ante un estímulo, a veces una circunstancia hostil, la persona o el grupo reaccionan creando un sistema de pensamiento o un nuevo movimiento social o religioso que, con el tiempo, se puede convertir en una nueva “civilización” (ver vol. I, Buenos Aires, Emecé, 1961, pp. 232-373). Aprovecho este sugerente montaje ideológico –la incitación y la respuesta– para explicar la creatividad de la fundadora Teresa como respuesta a un estímulo interior.

Los que conocen la trayectoria vital de santa Teresa y los lectores de sus obras se preguntarán cuál fue el “estímulo” que impulsó a Doña Teresa de Ahumada, monja carmelita en La Encarnación de Ávila, a dar una “respuesta” iniciando una aventura tan extraordinaria como la reforma de la orden del Carmen. Pues, querido lector, aunque parezca mentira, fue el enfado o disgusto consigo misma, con su manera de vivir la vida religiosa. En un clima conventual de tibieza y atonía espiritual, Teresa renunció a su vida cómoda y de cierto bienestar, como reconoce ella misma, para vivir en un ambiente de soledad, de silencio, de ascesis y despojo de los pocos bienes materiales que poseía; renunció también a las hermosas vistas de la ciudad amurallada que admiraba desde su apartamento conventual y se encerró en la estrecha clausura del convento de San Josépara vivir en pobreza absoluta, fiándose de la Providencia de Dios no de las “rentas” del capital; abandonó la algarabía de una comunidad de casi doscientas monjas para fundar una fraternidad con un puñado de pocas y valientes mujeres que la aceptaron como líder de un movimiento espiritual. Estas y otras muchas fueron las renuncias que eligió para iniciar la aventura de convertirse en fundadora.

Profundicemos en el móvil último de su actuación de una manera tan aparentemente extraña; busquemos la “incitación” o estímulo que provocó la “respuesta” de Doña Teresa iniciando la “reforma” del Carmelo, una nueva “civilización” espiritual. Y esa “incitación” es, paradójicamente, el desasosiego interior que sentía en la comodidad de una vida tibia y anémica que se vivía en su convento. Su respuesta al ambiente fue una protesta contra sí misma, no contra la institución a la que pertenecía, ni siquiera contra los “tiempos recios” que le tocó vivir que provocaron “grandes tempestades” en la Iglesia.

El enfado, el disgusto personal por la mediocridad de una vida conventual, he aquí el estímulo que impulsó a Teresa a iniciar la Reforma del Carmelo. Pero, con anterioridad, había sucedido un hecho extraordinario: su primera conversión ante un “Cristo muy llagado” y la definitiva, que la liberó de sus apegos afectivos por obra del Espíritu Santo. En el clima conventual de aparente sosiego mental y espiritual, ella aspiraba a una vida de mayor entrega, hecha de renuncias por amor a Cristo y su Iglesia, por la pasión de salvar almas. Ese deseo le quemaba el alma como una inspiración divina. Una fuerza interior le empujaba a cumplir un destino superior, una misión de insospechadas consecuencias hasta la muerte.            Hace días, Pablo D’ Ors publicó una tercera de ABC sobre el “entusiasmo” de los grandes genios de la humanidad, también de los cristianos, dotados de una impresionante energía creadora que contagian a un grupo de seguidores y herederos de su espíritu; pero advertía que los grandes del cristianismo, comenzando por Jesús de Nazaret, se sienten mediaciones de alguien superior que los envía, como Jesús, que se siente enviado por su Padre Dios. A él se pueden añadir los grandes profetas del Antiguo Testamento, elegidos y enviados por Yavhé; y, en el cristianismo, por el mismo Jesucristo. El “entusiasmo” del que viven y proyectan los entusiastas cristianos procede de una llama divina, un arrebato místico, una pasión emocional. Uno de esos genios del cristianismo es Teresa de Jesús, poseída por la iluminación e inspiración de la gracia sobrenatural.

Para concluir, aludo al debate que existe entre algunos carmelitas descalzos que les parece poco prestigioso y digno el título de “reformadora” aplicado a la Santa abulense y le conceden el de “fundadora”. Siempre me ha parecido un falso problema, además de creer, con algunos de los antiguos escritores que, en aquel cuadrante histórico, era más arriesgado y heroico la “reforma” de una orden de varones, clérigos para más señas, realizada por una mujer-monja.

Para clarificar el tema con pocas palabras, recuerdo que los carmelitas descalzos primitivos, lo mismo que las monjas, generalmente se refieren a ella como “fundadora” de nuevos conventos y “reformadora” de la institución de monjas y frailes descalzos. Me parece que el título más exacto aplicable a la acción de la madre Teresa es el de “fundadora de la nueva reformación”, como aparece en la bula de canonización (1622) donde se dice que hizo “una obra grandísima y dificultosísima, pero utilísima para la Iglesia”, como fue “la reforma de la orden carmelitana”. De hecho, ella confiesa que no pretendió crear una orden nueva, rechazando la acusación de los carmelitas calzados. Con algunos ejemplos espero que el problema debatido quede aclarado.

Teresa se sintió siempre y en toda ocasión miembro de la orden del Carmen. En sus obras escritas recuerda emocionada sus orígenes eremíticos en la montaña del Carmelo poblada de “santos padres nuestros” viviendo en soledad y silencio, entregados a la contemplación divina en austeridad de vida y en fraternidad comunitaria. Pues bien, sobre aquel espejo lejano se contempla cuando inició su Reforma en el convento de San José de Ávila. Su acción fue el de restauradora de la vida de los orígenes con los medios más eficaces; no fue fundadora de una nueva institución. Otro ejemplo. Si un edificio en ruinas es “restaurado”, no podemos considerar como autor al restaurador de la obra. ¿No es así? Pues eso fue lo que hizo Teresa sobre el vetusto edificio del Carmelo: darle un nuevo esplendor que había perdido en los siglos pasados.

Finalmente, imaginemos que Teresa injertó en el añoso tronco del Carmelo una rama verde que no cambió su esencia ni sus frutos, pero lo hizo florecer y evolucionar con nuevo vigor. La historia posterior ha demostrado que el injerto lo hizo una sabia y santa jardinera. Pensemos, por último, que Teresa descubrió un caudaloso manantial, el de la contemplación mística, y lo condujo a la corriente semiseca del Carmelo hasta desbordar el cauce primitivo. Pues todo esto es lo que hizo Teresa como “fundadora de una Reforma”, viviendo las antiguas tradiciones elianas y marianas del Carmelo, la experiencia de los carmelitas medievales, y todo enriquecido con la sabiduría, la santidad y el entusiasmo místico de Teresa de Jesús.

 Daniel de Pablo Maroto, OCD.   

 

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

San Ambrosio de Milán

«Había un propietario que plantó una viña» (Mt 21,33)
9, 29-30

La viña es la figura del pueblo de Dios, porque, injertado sobre la vid eterna se levanta por encima de toda la tierra. Brote de un suelo ingrato, brota y florece, se reviste de verdor, pareciéndose al yugo de la cruz cuando sus pámpanos se extienden como brazos fecundos de una viña hermosa… Con razón se llama al pueblo de Cristo la viña del Señor, sea porque está marcado con el signo de la cruz (Ez 9,4), sea porque se recoge de él los frutos en la última estación del año, sea porque como los renglones de la viña, pobres y ricos, humildes y poderosos, siervos y amos, todos en la Iglesia tienen una igualdad perfecta…

Cuando se ata la viña, ella se reconduce; cuando se la poda, no es para dañarla sino para hacerla crecer. Lo mismo pasa con el pueblo santo; atándolo se hace libre; humillado se vuelve a levantar; recortado recibe una corona. Mejor aún: igual que el brote, cogido de un árbol viejo, es injertado sobre otra raíz, asimismo el pueblo santo… alimentado en el árbol de la cruz… se desarrolla. Y el Espíritu Santo, esparcido en los surcos de una viña, se derrama en nuestro cuerpo, lavando todo lo impuro y levantando nuestros miembros para dirigirlos hacia el cielo.

Esta viña es expurgada por el viñador, es ligada, podada (Jn 15,2)… A veces quema con el sol los secretos de nuestro cuerpo, a veces nos riega con su lluvia. El viñador quiere expurgar la viña para que las zarzas no perjudiquen a los brotes tiernos, vela para que las hojas no hagan demasiada sombra… no priva nuestras virtudes de luz, y no impide la maduración de nuestros frutos.