DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

Le preguntaron un día a Paul Claudel, célebre escritor y encarnizado lector, que había perdido la vista, cuál era el sentido de la vida. Respondió: «Ya no tengo nada, pero me quedan las rodillas para orar». En los momentos en que la vida se nos escapa de las manos, porque la desgracia nos cae encima e intenta triturarnos, o incluso sólo cuando la alegría deja de cantarnos por dentro y entramos en el túnel del desánimo, entonces es cuando debemos prolongar el tiempo con las rodillas dobladas y dirigirnos al Señor de la vida. Se ha dicho que la vida bella es un ideal de juventud realizado en la madurez. Debemos conservar el ideal e intentar realizarlo día tras días.

La mujer y el padre de la muchacha no se rindieron a la evidencia de los hechos. Comprendieron que la vida es como un libro: se pueden pasar las páginas, no arrancarlas. Para leer e interpretar también las páginas oscurecidas por el sufrimiento hace falta esa luz que se llama fe; es preciso redescubrir la presencia de Jesús, que pasa junto a nosotros para restañar nuestras heridas y continuar el camino con nosotros. No nos señala atajos ni senderos privilegiados. El único camino sigue siendo el que él recorrió, un camino fatigoso, pero que conduce seguro a la meta.

Queremos honrar a muchas personas que se empeñan en curar el cuerpo sin desatender las exigencias del espíritu. No se puede confinar el ámbito de la enfermedad -ni siquiera el de la muerte- en el dato biológico y material exclusivamente. Los santos, que también en este punto son modelos de comportamiento, lo comprendieron bien. A título ilustrativo, baste con esta cita:

«No se entra en la Pequeña Casa solo para ser curados en el cuerpo. Para Jose Cottolengo, la Pequeña Casa, precisamente por estar fundada en la divina Providencia, es más que una enfermerfa o que un sanatorio. El amor de Dios se muestra amable con todo el ser humano: con su mente y con su corazón.

G. Maritati

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

SAN AGUSTÍN DE HIPONA

Sermón : La voz que clama en el desierto

La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su significado, y, si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentaremos penetrar y analizar; y, si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos permiten llegar hasta las profundidades de este misterio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensamientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: La ley y los profetas llegaron hasta Juan. Por tanto, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nuevo. Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divino y sobrepasan la capacidad de la humana pequeñez. Finalmente, nace, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubiera anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es porque ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: ¿Tú quién eres? Y él respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

¿Por qué se aglomeraba tanta gente a su alrededor? ¿Por qué los escribas sentían tan gran necesidad de desacreditarlo? ¿Por qué no se perdona la blasfemia contra el Espíritu Santo?

Estas son las preguntas que me hago a mí misma cuando leo este evengelio y , poniéndome en el lugar de esta gente, me digo ¿Cómo no estar buscando al Hijo de Dios cuando lo sabemos cerca, cuando nos han contado de sus milagros, cuando lo vemos arremeter contra quienes imponen cargas pesadas contra nosotros? Es imperiosa la necesidad de acudir a él, de verle, de tocarlo, de escuchar su voz porque de  «él viene la paz, la redención copiosa».

Los pobres escribas, por su parte, se veían desplazados, desposeídos de sus honores, echados a un lado; por eso no podían más que desacreditarlo, y es esta última, una actitud muy conocida nuestra en estos tiempos que vivimos: cuando algo o alguien no nos conviene porque nos descoloca, porque dice la verdad de lo que somos, lo desacreditamos, le hacemos pasar por loco.

Por eso, sólo dejándonos llevar por el Espíritu Santo, sabremos distinguir al que dice la verdad, sabremos discernir sobre nuestras propias vidas, sabremos buscar lo que de verdad nos conviene. No se puede perdonar la blasfemia contra el Espíritu Santo, porque sin él ¿qué seríamos?

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE JESUCRISTO

Quédate conmigo, Señor, porque es necesario que estés presente para que no te olvide. Ya sabes lo fácil que te abandono.

Quédate conmigo, Señor, porque soy débil y necesito tu fuerza para no caer tan a menudo.

Quédate conmigo, Señor, porque tú eres mi vida, y sin ti, no tengo fervor.

Quédate conmigo, Señor, porque tú eres mi luz, y sin ti, estoy en tinieblas.

Quédate conmigo, Señor, para mostrarme tu voluntad.

Quédate conmigo, Señor, para que escuche tu voz y te siga.

Quédate conmigo, Señor, porque deseo amarte mucho y estar siempre en tu compañía.

Quédate conmigo, Señor, si deseas que te sea fiel.

Quédate conmigo, Señor, porque por pobre que sea mi alma, quiero que sea un lugar de consuelo para Ti, un nido de amor.

Amén

San Pío de Pietrelcina