Le preguntaron un día a Paul Claudel, célebre escritor y encarnizado lector, que había perdido la vista, cuál era el sentido de la vida. Respondió: «Ya no tengo nada, pero me quedan las rodillas para orar». En los momentos en que la vida se nos escapa de las manos, porque la desgracia nos cae encima e intenta triturarnos, o incluso sólo cuando la alegría deja de cantarnos por dentro y entramos en el túnel del desánimo, entonces es cuando debemos prolongar el tiempo con las rodillas dobladas y dirigirnos al Señor de la vida. Se ha dicho que la vida bella es un ideal de juventud realizado en la madurez. Debemos conservar el ideal e intentar realizarlo día tras días.
La mujer y el padre de la muchacha no se rindieron a la evidencia de los hechos. Comprendieron que la vida es como un libro: se pueden pasar las páginas, no arrancarlas. Para leer e interpretar también las páginas oscurecidas por el sufrimiento hace falta esa luz que se llama fe; es preciso redescubrir la presencia de Jesús, que pasa junto a nosotros para restañar nuestras heridas y continuar el camino con nosotros. No nos señala atajos ni senderos privilegiados. El único camino sigue siendo el que él recorrió, un camino fatigoso, pero que conduce seguro a la meta.
Queremos honrar a muchas personas que se empeñan en curar el cuerpo sin desatender las exigencias del espíritu. No se puede confinar el ámbito de la enfermedad -ni siquiera el de la muerte- en el dato biológico y material exclusivamente. Los santos, que también en este punto son modelos de comportamiento, lo comprendieron bien. A título ilustrativo, baste con esta cita:
«No se entra en la Pequeña Casa solo para ser curados en el cuerpo. Para Jose Cottolengo, la Pequeña Casa, precisamente por estar fundada en la divina Providencia, es más que una enfermerfa o que un sanatorio. El amor de Dios se muestra amable con todo el ser humano: con su mente y con su corazón.
G. Maritati