DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

Al Señor le agradó lo que le pidió Salomón en su juventud: un corazón dócil para saber gobernar, y Dios le concede un corazón sabio e inteligente.

San Pablo, por su parte nos dice: «A los que aman al Señor todo les sirve para hacer el bien… prepoducir la imagen de su Hijo… los justificó.»

Entonces, en mi opinión, tanto el que encuentra el tesoro escondido, como el que busca la perla de gran valor, poseen un corazón dócil, porque Dios les ha concedido sabiduría e inteligencia para saber discernir qué es lo verdaderamente valioso y necesario para reproducir la imagen de su Hijo y cumplir la voluntad de Dios.

Por otra parte, el tiempo en el que se separan los malos de los buenos es el que está por venir, el que todos esperamos para salvarnos y que se haga justicia; pero allí, en ese cielo futuro, la justicia no será la nuestra, siempre parcializada e interesada, sino la Dios que es misericordia y gracia.

El misterio se repite en este evangelio igual que en el de la semana pasada: «los ángeles separarán a los malos de los buenos y los echarán al fuego eterno».

Mientras llegue ese momento, los que nos toca es vivir según el espíritu de las bienaventuranzas, y cuidarnos de no juzgar o condenar, porque estos dos evangelios son bien claros a este respecto: no nos toca a nosotros esta función sino a los ángeles de Dios.

Y para nosotras, religiosas contemplativas, la alegría tiene que acompañar cada momento de este vivir porque supimos elegir una vez, y queremos seguir eligiendo el bien. Quiero compartiros una oración de una conversa francesa, Madeleine Delbrel, que me ha hecho pensar mucho en este sentido:

«Señor, enséñanos el puesto que, en el romance eterno iniciado entre Tú y nosotros, ocupa el singular baile de nuestra obediencia. Revélanos la gran orquesta de tus designios, en la que lo que Tú permites siembra notas extrañas en la serenidad de lo que Tú quieres.

Enséñanos a llevar puesta cada día nuestra condición humana como un vestido de baile que nos hará amar por ti todos sus detalles, como joyas que no puedes faltar.

Haznos vivir nuestra vida no como un nuego de ajedrez en el que cada movimiento está calculado, no como un partido en el que todo es difícil, no como un teorema que nos hace quebrarnos la cabeza, sino como una fiesta sin fin en la que se renueva el encuentro contigo. Como un baile, como una danza, entre los brazos de tu gracia, en la música universal del amor.»

DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)

La parábola enseña que en el campo hay buenos y malos (pero los hombres no están en condiciones de saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos). La presencia de la cizaña no constituye una sorpresa. Y, sobre todo, no es señal de fracaso. La Iglesia no es la comunidad de los salvados, de los elegidos, sino el lugar donde podemos salvarnos. La Iglesia no se cierra a nadie.

Existen siempre «siervos impacientes» que querrían anticipar el juicio de Dios; pero el juicio de Dios no debe anticiparse (la misma enseñanza se contiene en la parábola de la red); no está reservado a los hombres. Los hombres no saben juzgar; no conocen el metro de Dios. Además, es Dios el que establece la hora; el bien y el mal deben llegar a sazón, a su plenitud; san Pablo diría a su «parusía». (…). El centro de la parábola no se encuentra simplemente en la presencia de la cizaña, ni tampoco meramente en el hecho de que más tarde el trigo será separado de la cizaña. El centro lo constituye el hecho de que la cizaña no sea arrancada ahora. Esto es lo que suscita la sorpresa y el escándalo de los siervos: esta política de Dios, esta paciencia suya.

Es obvio que la parábola quiere responder a una exigencia. Y es bastante fácil comprender que se trata de una exigencia presente en la comunidad y, ya antes, presente en la situación histórica de Jesús. Si nos colocamos en la situación de la comunidad, podemos advertir que la comunidad primitiva estuvo siempre agitada por el problema del escándalo frente a los pecados ocurridos después del bautismo. Sabemos, por ejemplo, que existió una polémica sobre la posibilidad de perdonar o no perdonar los pecados después del bautismo. Por lo demás, hay textos significativos: «Nada juzguéis antes de tiempo, hasta que venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y declarará los propósitos de los corazones (1 Co 4. 5). Como se ve, la comunidad primitiva padeció pronto la tentación de la rigidez.

Pero podemos también colocarnos en la situación de Jesús. En su tiempo existía el movimiento fariseo, que pretendía ser el pueblo santo, separado de la multitud de los pecadores. También existía el movimiento de Qumran, con su idea de oposición y separación, de rígida santidad, que exigía rechazar a cuantos no eran puros. Y estaba la misma predicación del Bautista (Mt 3. 12), que anunciaba al Mesías como el que cribaría el grano y lo separaría de la cizaña. Llega Jesús y parece hacer lo contrario de todas estas tentativas: no se separa de los pecadores, sino que va con ellos. Incluso tiene en el círculo de los doce a un traidor.

Podemos, pues, decir que los zelotes, fariseos y Qumran querían las cosas nítidas; pretendían que el Reino interviniese de modo claro; afirmaban la santidad a costa de la separación. En este contexto se comprende toda la fuerza polémica de la parábola de Jesús. No es tanto una predicación moral, una invitación a la paciencia, sino una explicación teológica: una explicación de la política del Reino de Dios, una extraña política de tolerancia.

El mensaje es éste: ha llegado el Reino, aunque no lo parezca, aunque Israel no se haya convertido y aunque siga habiendo pecadores.

BRUNO MAGGIONI
EL RELATO DE MATEO
EDIC. PAULINAS/MADRID 1982.Pág. 144

SOLEMNIDAD DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN DEL MONTE CARMELO

 

«También yo llevo sobre mi corazón, desde hace tanto tiempo, el Escapulario del Carmen! Por ello, pido a la Virgen del Carmen que nos ayude a todos los religiosos y las religiosas del Carmelo y a los piadosos fieles que la veneran filialmente, para crecer en su amor e irradiar en el mundo la presencia de esta Mujer del silencio y de la oración, invocada como Madre de la misericordia, Madre de la esperanza y de la gracia».

Juan Pablo II

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)

El evangelio de hoy tiene dos partes: 1. el riesgo de perder todo lo propio y ganar la vida en Cristo (37-39, también la segunda lectura); 2. El riesgo de aceptar el más mínimo don que nos sea ofrecido por Dios para recibir a Dios en él (40-42, también la primera lectura).

1. El riesgo de perder todo lo propio.

En Cristo, Dios da todo al hombre; de ahí la exigencia de renunciar a todo lo propio para dejar a este «Uno y Todo» el espacio que necesita. La conciencia que el propio Jesús tiene de ser este «Uno y Todo» es ciertamente sorprendente: «El que quiere a su padre o a su madre o a su hijo más que a mí…, el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». La exigencia incluye expresamente el camino de la cruz: el que no está dispuesto a acompañar a Jesús en este camino es que no ha arriesgado todo. Porque es precisamente ahí donde adquiere toda su seriedad la sentencia final, que habla de «perder la propia vida», y esto no en el sentido de una ley natural de la vida (como el «muere y realízate» de Goethe), sino que se añade expresamente «por mi causa», lo que en el fondo significa: un morir y un perder tan definitivo que excluye toda previsión tácita de recuperar lo que se ha perdido.

2. Morir, para vivir para Dios.

Pablo muestra, en la segunda lectura, que este morir y ser sepultado con Cristo incluye la esperanza de resucitar a una nueva vida en Cristo para Dios; pero en esta esperanza queda excluido todo cálculo de recuperar lo que se ha perdido. Sólo el «hombre viejo» podría permitirse semejante cálculo; pero nosotros, al morir con Cristo, nos convertimos en hombres nuevos sobre los que la muerte (y todo pensamiento egoísta pertenece a la muerte) no tiene ya ningún poder. Cristo murió «al pecado¦> no solamente porque le quitó definitivamente el poder que ejercía sobre el mundo, sino también porque así le privó de todo poder sobre los hombres; él vive, pero «para Dios», en la entrega más incondicional a Dios y a su voluntad de salvación con respecto al mundo. En el mismo sentido se exige también de nosotros, como muertos al pecado, que «vivamos para Dios en Cristo Jesús»; es decir, que, con los mismos sentimientos que tuvo Cristo, procuremos ponernos a su disposición para la obra de salvación de Dios en el mundo. En esta disponibilidad ganaremos nuestra vida en el sentido del Señor, perdiendo todo egoísmo calculador.

3. La acogida de «uno de estos pobrecillos».

Cuando alguien está dispuesto -como se exige en la segunda parte del evangelio- a recibir a un enviado de Dios, sea éste un «profeta», un «justo» o simplemente un «pobrecillo discípulo» de Cristo (¿y quién no es uno de estos «pobrecillos»?), participa de su gracia. Esto debe saberlo tanto el que acoge como el que es acogido. Este último irradia algo de la gracia de su misión siempre que se le da la oportunidad de hacerlo. La primera lectura nos ofrece un maravilloso ejemplo de ello: la mujer sunamita, que invita a su casa al profeta Eliseo e incluso le prepara una habitación permanente en ella, recibe de él lo que menos podía esperar: un hijo, aunque su marido era ya viejo. La fecundidad de la misión profética se expresa aquí, veterotestamentariamente, en esa fecundidad corporal de la mujer que acoge. En la Nueva Alianza el don puede ser el de una fecundidad espiritual aún mayor.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA